jueves, 12 de junio de 2008

Pedro Morales Pino.

En la villa de Cartago, situada al norte del Valle del Cauca, nació el 22 de febrero de 1863 este gran exponente de nuestra música colombiana, Pedro Morales Pino, hijo de José Morales y Bárbara Pino, raizales de esa misma ciudad. Desde su mocedad demostró inclinación por el dibujo y la música y cultivó con celo su ejercicio en tal forma que un buen día del año de 1877, Adolfo Sicard, uno de los más entusiastas componentes de la tertulia "El Mosaico", halló este tesoro y lo trajo para Bogotá.
El ambiente propicio hallado aquí para la buena música fue el determinante del éxito y de la creatividad del maestro Morales Pino cuya vida musical se puede concretar así: se preparó convenientemente en la Academia Nacional de Música y luego inició su obra creadora dando al bambuco su peculiar rasgueo y síncopa; divulgó por la América nuestra música típica; fundó a finales del siglo XIX la Lira Colombiana, primera estudiantina del país que mereció los más estruendosos aplausos en los elegantes bailes de la ciudad y en las veladas hogareñas; enseñó sus métodos a aventajados discípulos como Ricardo Acevedo Bernal, Emilio Murillo, Luis A. Calvo y Alejandro Wills, cuyas composiciones han engrosado el caudal musical de Colombia; compuso toda clase de bambucos, pasillos, danzas y valses que en el presente se escuchan con agrado; nostalgia y sentimiento y, finalmente, ejecutó con habilidad y donaire la bandola y la guitarra.
Según Jorge Añez, en su libro "Canciones y Recuerdos" editado por la Imprenta Nacional en 1951, "Morales Pino fue un músico nato por temperamento y por disciplina” que recogió los ritmos de la época para estructurar nuestra verdadera música típica.
En su estudio del "Pasaje Rivas", de la ciudad de Bogotá, Carlos Wodswordi, Blas Forero, Antonio Páramo, Gregorio Silva y Carlos Escamilla, integrantes con Morales Pino de la estudiantina mencionada, ensayaban noche tras noche diferentes piezas para sus futuras presentaciones en el exterior y. en todos los rincones de Colombia. Y en el repertorio, claro está, no podían faltar las obras del profesor y director. Se pueden recordar aquellos pasillos "Pierrot", "Confidencias", "Rayo X", "Reflejos". Los bambucos "Fusagasugueño", "Ingrata y Trigueña" resuenan todavía en el ambiente como sus valses "Ana Luisa" "Mar y Cielo" y "Los Lunares".
Morales Pino murió en Bogotá el 14 de marzo de 1926 y fue objeto de especiales homenajes póstumos, cuya organización fue encabezada por el famoso intelectual Cornelio Hispano. El Congreso Nacional ordenó que el sepelio fuera costeado por el erario público. Sus restos hoy reposan en su ciudad natal donde se construyó un monumento a su memoria.
Pedro

Vida y muerte de Francisco de P. Santander

Vida y muerte de Francisco de P. Santander.-

En la calle 16 No 126, costado norte del parque que lleva su nombre en Bogotá, murió en la tarde del 6 de mayo de 1840 el general Francisco de Paula Santander asistido espiritualmente por el arzobispo Manuel José Mosquera y moralmente por sus amigos personales y políticos, sus fieles servidores y el ama de llaves.
Nuestro epónimo personaje nació el 2 de abril de 1792 en la Villa del Rosario de Cúcuta siendo sus padres el hacendado Juan Agustín Santander Colmenares y doña Manuela Antonia de Omaña Rodríguez, miembros de familias de alta prosapia. En el momento oportuno, su padre decidió enviarlo a Bogotá para seguir sus estudios ya en el Colegio Mayor del Rosario o en el Seminario de San Bartolome.A principios del siglo XIX el joven Santander vistió la beca de colegial de San Bartolomé donde siguió su formación académica con altas calificaciones. Eligió la carrera del Derecho y se formó en estas disciplinas con los mejores catedráticos de la época.
Terminaba sus estudios de jurisprudencia cuando se inició la revuelta del 20 de julio de 1810 y desde ese momento se consagró al servicio de la patria ingresando el 26 de octubre del mismo año al servicio militar con el grado de subteniente-abanderado del Batallón de Infantería de Guardias Nacionales. En el término de nueve (9) años, ascendió en la escala militar desde Subteniente hasta General de División, pasando por Teniente, Capitán, Mayor, Teniente Coronel, Coronel y General de Brigada.
Estuvo presente en las contiendas y sucesos del Alto Apure, Cachirí, Casanare, Tame, Las Termópilas de Paya, Puente de Boyacá y otros más donde demostró su bravura y genio militar.
Casó con doña Sixta Pontón y Piedrahita el 15 de febrero de 1836 en la Parroquia de San Bernardino de Soacha. Fruto de esta unión fueron Clementina y Sixta Tulia Santander Pontón. El General Santander tuvo en el año de 1833 un hijo natural, llamado como su padre y quien también tomó la carrera de las armas.
Escalonando grados, llegó a ser Presidente de la República de Nueva Granada el 7 de octubre de 1832 cuya constitución había sido sancionada meses antes. Su gobierno fue popular de especial creatividad y amplio juicio. La instrucción pública se expandió con su ayuda y las industrias nacionales se vieron favorecidas por él. Durante su gobierno develó la conspiración del general José Sardá el 23 de julio de 1833 y después dejó la Presidencia (1° de abril de 1837) para ocupar una banca en el Congreso Granadino. Se dice que su muerte obedeció a la agravación de su enfermedad hepática en razón de los ataques fustigantes del congresista José Eusebio Borrero.
Una afortunada síntesis de la vida del General Francisco de Paula Santander la hizo Guillermo Valencia cuando dijo: “ Si borrásemos de una plumada a Santander Libertador, a Santander Legislador, a Santander colaborador del Padre de Colombia, a Santander renovador, a Santander restaurador y continuador de magnas tradiciones, se formaría una falla desconcertante y un vacío difícil de colmar en la historia de nuestra independencia y en la primitiva orientación democrática de nuestra nacionalidad”.
Así como a Bolívar se le ha llamado el hombre de las armas, a Santander, con razón, el hombre de las leyes.
Su cuerpo embalsamado estuvo en cámara ardiente en la Iglesia de la Veracruz, panteón de mártires, en el Colegio de San Bartolomé y en la Catedral Primada. Con honras pomposas, en época de guerra civil encarnecida, bajó al sepulcro legando a sus gobernados el encargo de velar por el imperio de la legitimidad y de mantener un espíritu civilista y legalista en las relaciones entre pueblo y gobierno y en las interpersonales propias.

Los Hipódromos de Bogotá

Los conquistadores y primeros pobladores de Santafé celebraban carreras de caballos en la carrera 7ª entre calles 7ª y 10ª, por lo cual se llamó a ese tramo de la ciudad, “Calle de la Carrera”.
Con el pasar del tiempo, para celebrar la victoria de Ayacucho y el aniversario de Carabobo, en un potrero denominado “La Floresta”, cerca de Bogotá, se realizaron varias carreras durante los días 25, 27, 28 y 30 de junio de 1825, impulsadas y bajo el patrocinio de la colonia inglesa. Se sabe que corrieron diversos equinos con nombres heroicos de la época, como Junín, Pichincha, Boyacá, Ayacucho, Vargas, siendo campeón el rucio Ayacucho seguido de Pichincha.
El deporte de los reyes continuó aquí hacia el año de 1845 en un potrero de Fucha de propiedad de don Pepe Portocarrero, donde fue muy celebrada la carrera de los famosos Cisne y Ombligón. Posteriormente, se fundó el hipódromo "La Gran Sabana", ubicado en terrenos que hoy coinciden con la calle 40, Avenida Caracas. A pesar del entusiasmo de sus fundadores, tuvo poca suerte, pero sí representó un ensayo favorable en pro del pura sangre y del fomento de la hípica en Colombia. Más tarde, se construyó el hipódromo de La Merced, con poca historia para continuar con el de La Magdalena, igualmente sin ninguna importancia.
Para efectos de esta reseña, creo que no vale la pena referirnos a otros pequeños hipódromos como los de Muequetá, Puente Aranda y el situado en la carrera 13 con calle 67 de esta ciudad donde hoy aparece un cuartel de la Policía Nacional.
Al iniciarse la década de los años 30, Ricardo Cubides, José María Gómez Campuzano y Gustavo Uribe Ramírez dieron al servicio el "Hipódromo de Bogotá" más conocido con el nombre de "Hipódromo de la 53" situado exactamente donde hoy es el Centro Comercial Galerías. El sistema de arrendamiento impuesto por sus dueños fue adoptado por ciertas empresas como la de Luis Jaramillo Sierra, la Sociedad Hípica, el Jockey Club de Bogotá y la Asociación de Criadores de Caballos P. S. I.
En esta última época el fomento de la hípica tuvo un gran desarrollo y el entusiasmo se concretó en importaciones de puras sangre hasta tal punto que potrancas argentinas, chilenas, francesas y de otras naciones alternaron con caballos formados y corridos, traídos también del exterior, como Maceo, Talero, Pibe y Rioduquera. El juego de las apuestas mutuas, en su mejor época, alcanzó a la "fabulosa" suma de $ 45.000 y la Polla (una especie de 5 y 6) redondeó en los $ 7.200.
Es importante reseñar este hipódromo por cuanto fue el fundamento de la afición hípica en Colombia.
Un buen día, el doctor Jenaro Rico propuso a su familia utilizar su hacienda "San Isidro", aledaña al antiguo Aeropuerto de Techo, para la construcción de un hipódromo. Esta idea se plasmó muchos años después en la constitución de una sociedad llamada "Hipódromo de Techo, S.A.". El día 12 de mayo de 1952 firmaban la escritura correspondiente, agonizando ya el hipódromo de la 53, los siguientes señores: Jenaro Rico, promotor y realizador de la obra, su esposa Magdalena Torres de Rico, su hijo Mario Rico Torres, Ernesto Cubillo, Aurelio Cubillos, Honorato Espinosa y Ponce de León, Manuel A. Lozano A., Carlos Sanz de Santamaría, general Hernando Mora Angueyra, y Carlos Montoya Restrepo. Posteriormente, se incorporaron a la naciente sociedad, hípicos y turfmans tales como Enrique Ancízar Sordo, Luis Restrepo Uribe, Luis Eduardo Mora Angueyra, Eduardo Umaña de la Torre y muchos otros cuyos nombres se me escapan.
La primera reunión de carreras, a donde se desbordó desde la más aristocrática sociedad hasta él más humilde habitante de la ciudad, se verificó el 16 de mayo de 1954.
Gracias a la actividad dinámica y pujante de sus diferentes gerentes (Jenaro Rico, Guillermo Aya Villaveces, Enrique Rodríguez Gutiérrez) el de Techo se convirtió en el más importante de los nuevos hipódromos de América Latina, por la soberbia de sus edificaciones, tribunas y padock, por su club hípico, por su caballada entre la cual recuerdo a Triguero, Amusement, Capuchino, Año Nuevo, Secret Love, Pistolero y muchos otros.
Esta fue la historia de un sitio de recreación bogotana donde cada domingo se realizaban emocionantes carreras; se jugaban fuertes sumas de dinero, se realzaba el pura sangre y se fomentaba la hípica nacional. El 4 de julio de 1982, después de 28 años, un mes y 18 días de carreras, cerró sus puertas este Hipódromo inigualable en Colombia.

martes, 15 de enero de 2008

El Escudo de la muy noble y muy leal ciudad de Bogotá.

El Emperador Carlos V de España, por Real Cédula expedida en Valladolid el 3 de diciembre de 1548, otorgó a la ciudad de Santa Fe el escudo de armas que hoy ostenta.

La Cédula Real dice: “… é por la presente hacemos merced é queremos é mandamos que agora é de aquí adelante la dicha Provincia del dicho Nuevo Reino de Granada é cibdades é villas della hayan é tengan por sus armas conocidas un escudo que en el medio del haya una águila negra rampante entera, coronada de oro que en cada mano tenga una granada colorada en campo de oro, y por orla unos ramos con granadas de oro en campo azul, según va pintado é figurado…”

El águila rampante, que simboliza la firmeza, está tomada del escudo adoptado en 1.500 por la Reina de España. Pero según el Padre Pedro Villamar, citado por Ventura Bermúdez Hernández en su libro “Símbolos de Bogotá”, el águila, reina de las aves, que sin pestañear contempla al sol, significa la leal atención con que esta ciudad mira y rendida atiende los rayos de su sol de justicia.

Para nuestra Alcaldía Mayor, las nueve granadas simbolizan el valor y la intrepidez, pero para el Padre Villamar son símbolo de amor, la ardiente caridad entre los vecinos y para todos los prójimos y personas forasteras. Son formas de interpretar los componentes de un escudo pero, en el fondo, expresan los valores de esta ciudad.

El Dr. Daniel Ortega Ricaurte, miembro de número de la Academia Colombiana de Historia, nos informa que este escudo fue esculpido en piedra y colocado en muchos edificios públicos coloniales, pero dado el grito d independencia, poco a poco fueron desapareciendo debido a los entusiasmos posteriores al 20 de julio de 1810.

sábado, 8 de diciembre de 2007

El Jetón Ferro

Antonio María Ferro Bermúdez, más conocido como el Jetón Ferro, nació en Chiquinquirá el 1º de septiembre de 1876, pero este hecho no fue conmemorado ciento treinta años después como se hace con otros personajes, tal vez porque Bogotá ya no ríe; es huraña, desconfiada, triste e introvertida. Al Bogotá de hoy le hacen falta ingenios como el Jetón Ferro, quien pasó su vida buscando en todo el retruécano jocoso o haciendo la copla picaresca, la estrofa amorosa, el pequeño poema sentimental sin consecuencias, pero de efecto inmediato para el aplauso o para la sonrisa, como bien apuntó Luis E. Nieto Caballero.

Gran parte de su vida la pasó en la Isla de El Santuario, sita al centro de la legendaria laguna de Fúquene “rodeada de un paisaje de meliflua tristeza, de singular belleza y propicia al ensueño”. La laguna, según los biógrafos de este singular repentista, es una reminiscencia de la Gruta Simbólica y escenario de una legión de episodios intelectuales, donde surgió la mejor producción humorística.

El Jetón Ferro fue fundador de la Gruta Simbólica, de tanta fama en los medios intelectuales del siglo XIX y del XX, de la que hicieron parte Clímaco Soto Borda, Julio Flórez, José Asunción Silva, Rafael Pombo y Enrique Álvarez Henao.

Los últimos meses de vida del Jetón transcurrieron entre Bogotá y su isla, por razón de las continuas citas médicas que debía atender. Para recuperar su salud, vendió su paradisíaca estancia al Instituto Geográfico de Colombia que la adquirió para establecer allí un observatorio magnético internacional. Luego, se radicó en Bogotá, en la calle 46 # 8-49, casa de su sobrina Isabel casada con el Ingeniero Manuel José Melo Suárez.

Eran las dos de la tarde del 22 de noviembre de 1952 (hace 55 años). Con tranquilidad y dejando traslucir una sonrisa, propia de su concepción de la vida y del mundo, expiró en la paz del Señor.

Su última manifestación de humor fue ese día de su muerte cuando le sobrevino un vómito intenso. Al llegar la enfermera para ayudarlo le dijo: “Señorita, la estaba esperando con ansias”.

Sus deudos lo enterraron en la isla de El Santuario y sobre su tumba aparece el siguiente epitafio que el mismo Jetón redactó para su testamento literario:

“Aquí yace el calavera
que ordenó y dejó dispuestos
los bienes a su manera,
y a la GRUTA verdadera
tiró sus últimos RESTOS”.

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viernes, 30 de noviembre de 2007

La tragedia de Santana

Era una mañana de cielo despejado y sol ardiente la del día 24 de julio de 1938. Al norte de la ciudad de Bogotá, en el campo de Santana, cerca a los cuarteles del Ejército Nacional, se presentaría una gran revista militar en honor de los presidentes Alfonso López y Eduardo Santos, electo. Una muchedumbre tomaba asiento en las tribunas. El concierto era verdaderamente bello: Elegancia, distinción, colorido, alegría en los rostros, orgullo en los corazones, animación y regocijo. Vida se advertía por doquier.

A las diez de la mañana se presentaron los presidentes, los ministros del Despacho, los diplomáticos e invitados especiales. Se localizaron en la tribuna central sobre la cual ondeaban los colores patrios. En la escalerilla, permanecía, con serenidad y altivez, el edecán militar, capitán Pardo Martínez, impidiendo la entrada a personas ajenas a ese círculo.

Miles de bogotanos se volcaron al campo, sin que muchos pudiesen entrar por falta de boletos o por variadas dificultades propias de estas aglomeraciones. El pueblo quedó detrás de las tribunas y, como es costumbre, "los piquetes" eran consumidos a la par que los toques marciales de las bandas de guerra.

La revista militar arrancó aplausos sonoros y entusiastas y en los ánimos se anidaba un sentimiento de seguridad ante los valerosos defensores de la Constitución y de las leyes. Para finalizar, estaban previstas maniobras aéreas. El capitán César Abadía comandaba el pelotón. Al occidente, unos puntos negros avanzaban velozmente hacia la ciudad jubilosa. Los ojos escudriñaban el horizonte y la emoción cundía. La maniobra de la "cola de ratón" se iba a ejecutar con precisión calculada.

Según el Coronel de la Fuerza Aérea, Manuel Villalobos, “la versión de que el piloto intentó arrancar de su mástil la bandera nacional fue producto, en esa época, de la imaginación de algunos espectadores profanos y cobró aceptación en la fantasía popular tal vez para relievar la audacia que caracterizaba a Abadía antes que para condenarlo. Desde el punto de vista técnico y físico tal osadía resultaba un imposible. Basta apreciar la longitud del diámetro de la hélice de un avión en sus revoluciones para comprender, sin esfuerzo, que un hombre requeriría extender su brazo, desde la posición de mando en la cabina, en proporciones inconcebibles para superar esa distancia. Y mucho más en el caso de un biplano como lo era el “hawk” conducido por el teniente Abadía”.

La conclusión de las maniobras fue la de que el ala izquierda rozó la escalerilla de la tribuna presidencial y se quebró; mató al capitán Pardo Martínez, se incendió el avión y a 40 metros detrás de la tribuna se hundió en el suelo habiendo votado en ese trayecto gasolina y fuego. En su mortal avance, varias decenas de vidas se cegaron; mutilados, deformes y quemados se multiplicaban. ¡Absurda tragedia de un día feliz! Sobre la vida, la muerte cayó voraz, sanguinaria, implacable y cruel. Después... silencio sepulcral, llantos, desesperación, terror, intenso dolor, histeria...

Continúa diciéndome el Coronel Manuel Villalobos en carta sobre este tema: “La investigación del accidente demostró que, por causa de la densidad atmosférica de Bogotá, la maniobra acrobática de “rollo lento” efectuada por el piloto a bajo nivel le hizo perder altura y que, al verse enfrentado a las tribunas, Abadía realizó un esfuerzo supremo para evitar la colisión imprimiendo a la máquina un viraje escarpado durante el cual, inevitablemente, el tren de aterrizaje alcanzó a golpear un extremo de la cubierta de la tribuna diplomática por sobre la cual pasó el avión para estrellarse, ya sin control, muchos metros detrás de tales instalaciones”.
Los muertos resultantes como consecuencia directas del accidente ascendieron a veinte. El resto, que hizo subir a 65 el total de las víctimas fallecidas, se ocasionó por el atropello de la multitud despavorida que procuraba huir del sitio del siniestro para escapar de la muerte, me asegura el mecenas de estos recuerdos, el Coronel Villalobos..

El informe técnico del siniestro fue desfavorable al capitán Abadía quien murió con el rostro desfigurado, el pecho abierto y los huesos destrozados.

Los entonces capitanes José Ignacio Forero y Francisco Santos C., el ingeniero Luis Gómez Grajales y el Inspector Técnico Justo Mariño, rindieron un extenso experticio al Gobierno sobre la tragedia y estas son algunas de sus conclusiones: “... lo que resulta incalificable, por la magnitud del error que comprende, es la última maniobra del viraje de 130 grados que pretendió ejecutar entonces, a solo veinte metros de altura y casualmente en la zona en que era casi segura la presencia de un enrarecimiento atmosférico proveniente de la irradiación del sol sobre el piso desnudo de vegetación y colmado de gentes. Se agrega, además, como agravante, la presencia de esa muchedumbre y el reducido espacio de que disponía para poder coronar con éxito su temerario intento...”. Igualmente, dicen que “constituye un error técnico por parte de cualquier piloto experto en acrobacias” realizar esa maniobra a tan poca altura.

Abadía trató de evitar la colisión contra la tribuna, procurando colocar el avión en contra-rumbo para esquivar el obstáculo contra el cual se iba a estrellar. Desgraciadamente, el ala de la máquina rozó una de las latas del improvisado tejado de las tribunas, se oyó un estallido seco y, luego, la máquina dio un salto como de campana para clavarse, finalmente, en la tierra. El mecánico de Abadía gritaba instantes después del accidente: “Yo se lo dije.. yo se lo dije.. yo se lo dije.. estaba loco...” ¿El mecánico sabría algo de la maniobra? Abadía era experto en esta clase de acrobacias y sabía siempre lo que hacía.

Ese mismo día, el presidente Alfonso López dictó el Decreto No. 1.340 por el cual el Gobierno compartía el sentimiento que había suscitado el siniestro de Santana, rendía emocionado tributo a las víctimas y declaraba duelo nacional, siendo de cargo del erario público las exequias y la asistencia de los heridos.

La tragedia de Santana conmovió a Bogotá y a toda América.

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martes, 20 de noviembre de 2007

Televisión vía satélite.

Es la media noche en Pleumeur-Boudou, villorrio de la Bretaña Francesa. Mi mente retrocede en el tiempo al martes 1º de julio de 1962. Existe ansiedad entre expertos de Televisión y Radio reunidos allí. Una pantalla chica es objeto de incesantes miradas. Un clamor general, unido al gozo de los presentes, se origina cuando la primera imagen de televisión norteamericana llega a Europa a través del espacio. Ha nacido Mundovisión y ha comenzado el imperio de la televisión vía satélite.

Mi mente analítica investiga las causas del alborozo. Para quienes vivimos en esta era, tal vez solo nos importe las imágenes claras y el sonido perfecto de una transmisión desde Italia o desde cualquier país del mundo. Pasamos por alto, posiblemente, las investigaciones realizadas, los medios utilizados, los instrumentos y equipos requeridos para que la imagen hiera nuestras pupilas. Pero parece indispensable señalar a ustedes, queridos lectores del Ultramar mental, esos aspectos técnicos que en esa célebre transmisión se tuvieron en cuenta.

En ese martes memorable, desde un estudio de televisión de New York se lanzaron imágenes diversas con objetivo una emisora de Andover, sitio cercano a las fronteras con el Canadá. De aquí las ondas pasaron al satélite artificial denominado “Telstar” donde se reflejaron devolviéndose a la misma tierra para ser recogidas en Pleumeur-Boudou por las potentes antenas receptoras que rastreaban el satélite. Habiéndose estimulado las ondas, que en ese paseo espacial se debilitan, se dirigieron conscientemente hacia París para su distribución a la tele audiencia francesa.

El satélite Telstar, intermediario en esta transmisión oceánica, fue lanzado desde Cabo Cañaveral el mismo día de la historia que les estoy narrando impulsado por un poderoso cohete. Su posición de giro alrededor de la tierra se encuentra a los 5.000 Km de distancia de ella. El Telstar consta de 2.530 conductores, de 1.064 transistores, de 1465 diodos y de aproximadamente 9.941 elementos diferentes que tienen por fin recoger la imagen que llega de la tierra y devolverla hacia ella en reflejo.

Un inconveniente fue analizado especialmente. El giro del satélite alrededor de la tierra, a una distancia de 5.000 Km duraba 2 horas y 40 minutos; por tanto, la imagen de reflejo aparecía en el televisor cada 2 horas y 40 minutos con permanencia de 15 minutos, tiempo de desplazamiento captado por la rastreadora y visto por la transmisora. Fue necesario, entonces, buscar mayores alturas de ubicación en órbita del satélite y aumentar el número de satélites comunicadores. Fue así como surgieron los proyectos General Electric de 10 satélites ubicados a 10.000 Km de distancia de la tierra y Communication Satellite Corporation (COMSAT) de 3 satélites a 35.000 Km

Posteriormente, en el año de 1964, surgió el “Pájaro Madrugador” en órbita de 35.000 Km de distancia de la tierra y ahí comenzó la carrera de progreso de la intercomunicación intercontinental a través de Mundovisión.

En este artículo no podemos dejar de mencionar los trabajos de John Logie Baird, escocés pionero en televisión y los sistemas electrónicos de TV creados por Isaac Shoenberg que permitían imágenes nítidas y confiables. Ambos pusieron a consideración del mundo sistemas opuestos de emisión. El primero con su televisión mecánica y el segundo con su televisión electrónica llamada EMI.

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