jueves, 1 de noviembre de 2007

El guayabo no se opera

El guayabo o resaca es un algo indefinido que está acompañado de ruidos pomarrosos, de un terror por la claridad solar y por los colores amarillos, de un deseo frenético de secar el Mar Caspio y de cierto dolor de cabeza localizado en su base y en sus frontales que poco dejan abrir los ojos. Para redondear la sintomatología, se advierte un nerviosismo hasta raro, un remordimiento atroz y la necesidad de conocer exactamente lo que pudo haber pasado durante “las lagunas” que aparecen, de cuando en cuando, durante “la tranca” (léase también “perra” o “rasca”, "resaca" en puro lenguaje cachaco). La conciencia surge con dedo inquisidor: ¿Por qué te desabrochaste la camisa?, ¿Por qué insultaste al venerable canónigo?, ¿Por qué metiste la pata contando los secretos de doña Petra?, ¿Por qué miraste más de la cuenta los abismos pectorales de doña Cecilia?, ¿Por qué irrespetaste a las damas, que en un rincón de la sala, hablaban mal de sus maridos? Y así por el estilo, surgen interrogantes imaginarios a los cuales no es posible contestar.

Para Rafael Arango Villegas, dechado de ingenio y humor, el guayabo es un rey que cobra severos tributos a quienes se codean con Baco. Por eso, lo llama “su majestad el guayabo” que aparece inserto en una obra publicada en 1961 por la Editorial De Bedout de Medellín.

Como puede ser de interés para mis amigos que gustan de las reflexiones en el espacio (léase elucubraciones) y para quienes de viernes en viernes o de tarde en tarde sufren esta extraña entidad nosológica y desean conocer su patología para acertar en la terapéutica precisa, transcribo algunos criterios del autor mencionado que nos puede ser, además, para curar (mas no para operar) esa cosa tan horrenda que se llama guayabo.

“¡Ah! el guayabo! Aquel terrible despertar del lunes, con un sabor en la boca de estribo de cobre, una sed de desierto en las entrañas, que se acrecienta con el dulce murmurar de imaginadas cascadas de Kola, de cerveza y de frescas limonadas y un atroz remordimiento en la conciencia como si uno hubiera asesinado al muchachito de Lindbergh”.

Para este ingenioso hombre de la montaña, el guayabo es una enfermedad de hombres porque las mujeres no podrían resistirlo a menos que usaran medias coloradas y tuvieran en la cara un “aruñito de barbera”. Es una maldición de Dios lanzada cuando el hombre tuvo con Él aquel disgusto en el Jardín del Paraíso por la cuestión aquella de la fruta que la mujer mordió de primera.

No sé por qué escribí hoy sobre el guayabo. Pero si usted, estimado lector, me lee con uno de esos, haga un viaje mental por los sitios recorridos y verá cómo el remordimiento surgirá para no volver a caer en la tentación de aceptar un cóctel de 7 a 9 p.m. de los que se acostumbran en muchas ciudades de nuestro país para toda clase de acontecimientos, inclusive para inaugurar el cerebro con un pensamiento. Si usted no es de esos, siga reflexionando en el espacio sobre el tema.

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